El gran error de nuestro tiempo


Vivimos tiempos convulsos, inquietos, afectados por graves problemas en la economía, la política y la sociedad, pero un falso pragmatismo lleva a centrar la preocupación en la economía y la política sin reparar en que una y otra son escaparate de la sociedad en la que se desenvuelven. Sin embargo, la sociedad es un ser vivo y, así como al ser humano no se le puede estudiar en conjunto sino escrutando y analizando su forma, estructura y naturaleza, la sociedad reclama observar e investigar las costumbres y manera de vivir que operan en su seno; es decir, su anatomía, su estructura y su composición. Si el anatomopatólogo se sirve de escalpelo, microscopio y técnicas varias para estudiar las lesiones causadas en los tejidos y órganos por agentes externos e internos, el estudioso de la sociedad debe echar mano de aquellas herramientas y técnicas (demografía, estadística, conocimiento del comportamiento, teoría de sistemas, fenomenología, etc.) que posibiliten diseccionar los diferentes fenómenos producidos en el cuerpo social.

Es chocante que los economistas suelan pasar por alto fenómenos que, mostrándose a veces incoherentes, caprichosos o fruto del azar, influyen en los análisis, planteamientos, programas, diseños, planes y desarrollos macro o micro económicos que, a su vez, repercuten en la vida del hombre y de la sociedad. Es una insensatez ignorar que sociología, economía y antropología son un trípode ideal para asentar la cámara con que captar un fiel retrato de cualquier sociedad. Aceptar esto es suficiente para no cerrar los ojos a esos fenómenos que son causa y efecto de otros fenómenos. Verdaderamente, los que se producen en la vida de las sociedades están encadenados unos a otros en relación siempre constante de causa–efecto y eso hace que cualquier pormenor pueda ser útil para el análisis y estudio de la sociedad. Con otras palabras: así como ayer la caída de una manzana llevó a Isaac Newton a plantear la ley de la Gravitación Universal, hoy se sabe con absoluta certeza que la sucesión de los fenómenos sociales obedece al orden constante de unas leyes ―llamadas Leyes sociales― tan inevitables como las de la mecánica, la química o la biología. No hay excusa para que hoy no se prevea la evolución de una sociedad igual ―y con la misma fiabilidad― con que se puede predecir el comportamiento de un hombre o de un caballo, la trayectoria de un cometa o la velocidad de caída de una piedra.

Así como para vaticinar o precaver la evolución de la salud del hombre, el médico escudriña las manifestaciones biológicas del crecimiento, la madurez y la vejez, al tiempo que escarba en los accidentes patológicos sobrevenidos a lo largo de su vida (dentición, consecuencias de los excesos juveniles, secuelas de las condiciones del trabajo, corolarios de los delirios pasajeros por inactividad o misticismo, implicaciones de los accidentes, las heridas, los contagios, los malos hábitos, etc.), para prever el estado de salud de una sociedad hay que actuar con el mismo rigor que el médico. Sin embargo, la experiencia ilustra que no suele ser así y que en la previsión social se producen errores tremendos porque los encargados de encauzar y dirigir a la sociedad ―tanto en el plano civil como en el religioso― no actúan igual que se observan, enfocan y remedian las enfermedades del cuerpo humano.

El gran error de nuestro tiempo es no tener clara conciencia de que los comportamientos individuales repercuten de manera directa y muy eficaz en la sociedad entera porque “las cuestiones personales” se convierten, tarde o temprano, en cuestiones sociales. El gran error de nuestro tiempo es no tomar en cuenta que la salud, las enfermedades, la pobreza, la riqueza, el trabajo, la pereza, el libertinaje, el egoísmo, la vanidad, la credulidad, la ferocidad de cada hombre en particular, siempre se traslada de una forma u otra al organismo social del que forma parte. El gran error de nuestro tiempo es creer que hay cuestiones sociales, cuando las cuestiones son siempre individuales y acaban manifestándose socialmente. El gran error de nuestro tiempo es la tremenda apatía que se aprecia en quienes deberían tomar las medidas necesarias y oportunas para atajar las enfermedades de ese elemento anatómico de la sociedad que es el ciudadano, en evitación de que terminen infectando y pudriendo todo el cuerpo social.

Pero aún hay otro error que es más trágico y letal. Este nuevo y malhadado error lleva a pretender el gran absurdo de que la política y los políticos son médicos adecuados para remediar la enfermedad a base de legislar y gobernar. Mientras no se demuestre lo contrario, ni a la política ni a los políticos les importa la patología, la psicología y la anatomía de la sociedad. No hay más que ver cómo echan mano de la cirugía (¡en el mundo sanitario se dice que “la cirugía es el fracaso de la medicina”!) cortando y cosiendo planes macro económicos atados a ideologías de uno u otro signo que se pretende hacer pasar por remedios sanadores. Pretensión inútil, pues a la larga ―y a la corta― no hacen más que agravar los efectos ulteriores de la enfermedad.

Y, por desgracia, aún hay otro error más. Es de aurora boreal, pues consiste en que los ciudadanos medimos con una gran indulgencia los males que causan o pueden causar los legisladores y los gobernantes. Lejos de considerar que los desastres provocados por las leyes y las malas acciones de gobierno merecen ser muy duramente castigados, nos contentamos con aducir que “la cosa no es para tanto”. Herbert Spencer, un gran naturalista, filósofo, psicólogo y sociólogo británico, ya dijo a finales del siglo XIX que “basta fijar los ojos en la historia de las legislaciones para ver que los males causados por legisladores ignorantes son tan numerosos y trágicos como los causados por los ignorantes metidos a administrar los remedios”.

Para curar a esta sociedad tan gravemente enferma en la que vivimos debe comenzarse por curar al individuo y la única terapia apropiada es inyectarle en vena unos cuantos centímetros cúbicos de moralidad, honradez, ética y sentido religioso, porque sólo con ellos se puede construir y afirmar vigorosamente la integridad de la persona y de la sociedad. Es inconcebible que hoy se esquive y tire a la cuneta el sentido religioso, cuando este es la base más sólida para construir una jerarquía de valores tales como el civismo, el respeto, el sentido del esfuerzo, la justicia, la nobleza, el decoro, la nobleza o la dignidad. Una vez esfumado el sentido religioso emerge inevitablemente un individualismo extremo que paso a paso aboca en la desvinculación. Roto el vínculo o relación entre las personas prospera a placer la conflictividad y, a partir de ahí, la consecuencia lógica es la disensión, la discordia, el conflicto… y el completo derrumbe social.

Es terrible y lamento ser tan poco optimista, pero esto es el fruto de haberse arrumbado, primero a nivel personal y después a nivel social, esa cultura cristiana que operó la mayor transformación que ha conocido la humanidad. Una cultura que se ha sustituido por ideas, concepciones y falsas erudiciones ladinamente amasadas con sucios restos y alterados vestigios de lo que en verdad son los auténticos valores cristianos.

 

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