EN NAVARRA, ¿LA CALLE ES DE TODOS? ¿Y EL FUTURO?

EN NAVARRA, ¿LA CALLE ES DE TODOS? ¿Y EL FUTURO? Paseando por las calles de Pamplona, al mediodía del pasado jueves 12 de octubre, algunos sentimos nostalgia de nuest ros muy jóvenes años de la Transición, cuando adentrarse por su Casco Viejo era garantía de fuertes emociones, entre carreras, botes de humo, cócteles molotov, barricadas… La causa: dos centenares de manifestantes, convocados por una de las seis facciones falangistas existentes, marchaban acordonados por un dispositivo policial que trataba de impedir que chocaran contra varios cientos de furiosos contramanifestantes abertzales. El espectáculo, aparentemente, no tenía otra relevancia que la de ser un puntual incidente de orden público traducido en cortes de calles, muchos insultos, tensión ambiental. Radicales de uno y otro extremo que se autoalimentan y justifican reclamando una presencia mediática que en otrocaso no obtendrían, concluyeron diversos analistas y políticos. En todo ello subyace algo más. La libertad de manifestación es una consecuencia de la libertad de expresión. Era el caso. Que una organización política se arrogue la bandera nacional y el patriotismo, teñidos de actitudes y símbolos partidistas extremos, ya es un abuso. Y que cientos de adversarios, con la excusa de esa marcha, conviertan algunas calles de una ciudad europea del siglo XXI en el escenario de una auténtica guerrilla urbana, en un ejercicio de intolerancia totalitaria, es inadmisible. Pero si la manifestación la hubiera convocado, por ejemplo, algún partido navarro con representación parlamentaria, ¿habría acaecido lo mismo? No en vano, las diversas acciones antifascistas, que como supuesta respuesta a la provocación falangista fueron convocadas en Pamplona, se enmarcaban en una campaña -desarrollada en toda Euskal Herria- calificada como antiespañola y expresamente enfrentada a la hispánica festividad del 12 de octubre. No resulta sencillo moverse por Pamplona, y en otras muchas localidades navarras, luciendo, por ejemplo, una camiseta de la selección española de fútbol, o una pegatina con los colores nacionales en la carpeta, o en el coche: por el contrario, es fuente de seguros incidentes. Otros no tienen problema alguno exhibir exageradamente sus símbolos; faltaría más. Entonces, ¿acaso existen restricciones en el ejercicio de la libertad de expresión en Pamplona? ¿Alguien puede negarlo sinceramente? ¿Qué está pasando? La cuestión, entonces, no es tanto la presencia de unos cientos de exaltados provocadores venidos de fuera, escudados en los colores nacionales, y que alegaban que nadie defiende a Navarra; sino la existencia de una contracultura comunitaria que ha calado profundamente en nuestra sociedad de la mano de la ideología radical abertzale; expresión local, en buena medida, de la intolerancia violenta de la extrema izquierda presente en otras latitudes. “Los violentos sólo son una minoría”, se nos viene diciendo desde hace lustros. Y así es. Pero, ¿es suficiente con pensar que “no pasa nada”? Pensamos que los contramanifestantes del 12 de octubre en Pamplona encarnan uno más de los diversos rostros de la movilización permanente nacionalista vasca en Navarra: medios de comunicación, política institucional y partidaria, entidades de ocio, deportes y tiempo libre, asociaciones de todo tipo, poder municipaL y todo ello sin disimulos. Un ejercicio de voluntarismo abertzale enjuiciatodo, superactivista, ultramilitante, soberbio e intolerante que tratará de hacer pinza con las fuerzas progresistas de Navarra para desbancar a UPN del Gobierno foral, aislarlo en las instituciones, y proseguir con su proyecto gradualista transformador fatalmente secesionista. Los falangistas desplazados a Pamplona el 12 de octubre no hacían política real; a lo sumo trataban de sobresalir un poco entre los demás enanos de su paupérrimo espectro político. Pamplona permaneció, en su conjunto, ajena a la movida. Tampoco lograrán incidir mínimamente en la política y sociedad navarras. Pero pusieron en evidencia una realidad compleja en la que el discurso oficial marcha por un lado, y las inquietudes de buena parte de la ciudadanía, por otro. Durante muchos años se pensaba que la idiosincrasia navarra permanecía resguardada eficazmente desde las instituciones forales y con un gobierno nacional convencido del actual status quo; no en vano, tanto la derecha, UPN/PP, como la izquierda moderada, el PSN/PSOE, coincidían en las cuestiones decisivas consensuadas en la Transición. Pero muchos temen que, de aquí a unos meses, nada de ello se mantenga en pie. Entonces, y si ni siquiera podemos salir a la calle con la cabeza alta, ¿qué hacer? Progresivamente, y con mayor precisión conceptual y cronológica, políticos y analistas vienen hablando del papel de Navarra en los vericuetos delagotador proceso de paz. Acaso, en el mejor de los mundos posibles, el futuro de Navarra no sea tan negro como parece y existan, todavía, botellas de oxígeno de reserva: rectificación socialista, desplazamientos electorales… O, tal vez, ya sea tarde para frenar a corto plazo el ritmo de los actuales acontecimientos. Pero, aunque la solución jamás pase por atrincherarse entre policías enarbolando histéricamente banderas españolas y de Navarra, no faltan quienes se preguntan si se está haciendo lo necesario para afrontar la embestida. En las instituciones, en los medios de comunicación, en el seno de la sociedad civil, en la calle. En cualquiera de los escenarios posibles son necesarias algunas virtudes humanas y democráticas fundamentales: valentía, voluntad, espíritu de unidad, transparencia, sinceridad, superación en lo fundamental del partidismo. Unas cualidades que apenas logramos entrever hoy día.

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